Los vencejos copulan en el aire



                                      


                                       LOS VENCEJOS COPULAN EN EL AIRE
                                                                         
                                           Vosotros, sabios sublimes, decídmelo!
                                                                                        ¡Poned en el potro vuestro sutil ingenio y decidme
                                                            dónde, cuándo y cómo me ocurrió amar,
                                                                                        por qué me ocurrió amar!     Gottfried A. Búrger

-Aprendan a volar, aprendan a volar!-les grité,  pero ellos siguieron su marcha  elegantemente. Yo debía enseñarles a volar. ¿Sería capaz?
Nadie puede negarse a amar a los pingüinos. Son entrañables, graciosos, prácticos. Los amo porque tienen alas y eso los hace poetas, pero no pueden volar y eso los hace prácticos. Los amo porque, aunque sepamos que su tan difundida monogamia no siempre es tal, preferimos exaltar esa fidelidad porque algo en esa conducta nos redime de un destino infiel.  Ellos me hacen reír, solamente con ellos  mi risa no es un mero gesto social.  El aprendizaje nunca deja de ser y  mi  mayor aprendizaje, el más duro, había sido  incorporarme, ponerme de pie, después de ver morir a mi familia inmediata, no algunos, a todos, los vi, los oí gritar  y luego me durmieron y los soñé en una cama de hospital deshaciéndose en una bruma intangible, queriendo desaparecer en la  larga noche tranquila como decía Wilhelm Klemm. No sé quién, qué, azar o destino, me había excluido del aquel fatal accidente y no tuve más opción que reconstruirme  porque la muerte tentaba mi partido corazón y me invitaba a bailar por la cornisa.  La vida era un oxímoron de mi pena y  la felicidad era la utopía del sueño eterno. Y fueron los pingüinos los que me salvaron la vida.
Ellos me enseñaron, me sorprendieron, me enamoraron  con sus cortejos y me devolvieron, de a ratos, una sabiduría que la tragedia, una vez,  me había arrebatado.
Por eso aquel congreso me entusiasmaba tanto. Había sido invitada por la “Sociedad Española de Etología”, por primera vez, en calidad de disertante- debía exponer sobre la conducta del Pingüino Real en el XII Congreso Internacional de Ornitología en Madrid. Sentada en la primera fila de la sala, vi a Pablo Dominisé por primera vez cuando subía al podio a disertar. Biólogo, experto en biotecnología, ornitólogo, aventurero, enamorado de los vencejos, había llegado de África esa misma mañana para asistir al evento, para luego seguir viajando. Un pájaro, pensé. Un pájaro de infinitos. Y lo miré con una inquietud creciente, con una curiosidad casi infantil, una sucesión de intrigas que intenté disimular. Un gozo  nuevo comenzó a invadirme la boca y la gente a mi alrededor fue testigo  de la gran metáfora de una posible felicidad.
Me llamó la atención su delgadez extrema, era como el Cristo de Velázquez.  Sus ojos se encendían al hablar de los vencejos y había pasión en su voz, en la risa clara con la cual terminaba cada comparación entre sus aves y nosotros, los humanos, los frágiles humanos. Y mientras hablaba del vuelo incansable del vencejo, me descubrió y disertó para mí por una extensa brevedad. Llegó el momento de la pausa y busqué el balcón más alejado donde creí que nadie me encontraría. Pero él me encontró. La claridad de la tarde madrileña nos cegó con una mirada que duró más de cuatro segundos y eso era el hallazgo, la identificación, el asombro. Los cuatro segundos del reconocimiento. Nos quedamos perplejos, expuestos, ínfimos. Luego con una reverencia casi monárquica bajé los párpados y las pupilas hablaron de aceptación. Y allí me quedé, inmóvil, con mis carpetas llenas de pingüinos caminando sentados, sonriéndome cándidos como yo a él. El tan repetido carpe diem era mi liturgia y mi única religión. Y me reí como si la prisión de la vida, nunca me hubiese castigado con  malos funerales. Y él voló hacia mí con la aerodinámica de los pájaros más veloces de la naturaleza, sus vencejos. Y su risa fue como una copa derramada de buen vino en mi boca abierta, en mi pulsión de muerte que se moría por revivir.
Sus ojos eran luceros hondos, enormes en la delgadez translúcida de su rostro. Él expulsaba de sí algo que no supe discernir. Sin decir nada buscamos el ascensor y nos fuimos a la terraza a comulgar con el viento y la libertad en aquella media hora que teníamos para beber un café. Yo le conté que estaba radicada allí, y supe, sin que me lo dijera, que él estaba radicado en el aire, que vivía en el aire, que podía respirarme en el aire. Cuando me extendió la mano hubo una intimidad visceral.
—Soy Pablo con el apellido que llevo en la identificación. Me gustan los nocturnos de Chopin, los vinos recios argentinos, lloro con Nessum Norma, admiro a Canalejas y estudio a los vencejos. Suelo volar con ellos cuando tengo tiempo libre y me quedan pocos días de vida humana, a no ser que alguien venga en mi rescate. En caso contrario, mi metamorfosis es inminente, me volveré vencejo. Y se sonrío. ­
—Soy Aurora, no entiendo el éxito de Casablanca, soy renacentista, me encanta Piazzola, Baglietto y el blues, crecí enredada en la Storni, en Cortázar y en Hernández y amo los jazmines de Carapachay. No soy un ser gregario por excelencia, es más,  hay días que siento que cuatro personas son una multitud, porque dentro de mí conviven demasiadas mujeres que me aturden.  Y acá estoy, con mis pingüinos moderadamente monógamos, románticos y protocolares durmiendo en mi carpeta. Admito que, al igual que los pingüinos, agito mis alas cuando me encuentro con mi otra mitad. Y agité mis brazos, tanto que casi dejé caer mi carpeta. Me eché a reír y mi risa fue honesta al fin.
Por primera vez sentí que alguien me hacía el amor con la mirada, me hacía el amor con las palabras, con el aire. Como si nos hubiéramos conocido desde un primer día inicial cuando el amor era inocente, natural, ancestral  y escandalosamente sano. Nos abrazamos y remontamos en un vuelo inaugural, muertos de risa, bailando en cornisas inventadas, demorados en una certeza.  Él dijo que ellos, sus vencejos, venían a Europa en primavera. Por eso él estaba ahora aquí. He encontrado mi nido, agregó. Luego  me contó dónde anidaban, su predilección por lo urbano, sus migraciones, su capacidad de volar por muchísimo tiempo sin descansar.
—¿Sabes que los vencejos copulan en el aire? —dijo incrustándose en el cielo azul y prometedor de un Madrid brotándose en primavera, inflamado de primavera. Y me di cuenta que tenía la sonrisa franca, los labios húmedos, los ojos profundamente oscuros y hundidos. Y que honraba la vida. Lo admiré.
­            -¿Qué copulan en el aire? Miré a nuestro alrededor, apoyados los dos en las barandas de la terraza, con el sol blanquecino encandilándonos, suspendidos en un vigésimo piso de un edificio que se codeaba con las nubes.
El beso largo como un tren de la infancia nos absorbió y nos hundió en la tibieza de un túnel blando, en las gargantas ávidas—el beso que recorrió atropelladamente nuestro aliento acobijado por la altura, aleteándonos de alegría, volándonos en picada sin cansancio, una confusión de latitudes, una fusión de continentes alados, en una carnalidad sin pecados y sin religiones.
Las horas pasaron y nosotros seguíamos haciéndonos el amor con los ojos, con los párpados, con los muslos, con las anécdotas, con las manos, inexplicablemente con inocencia. Por la noche fuimos a mi hotel y bebimos una copa. A pedido de Pablo, un músico desgranaba el Opus nº 9 de Chopin - un trozo de su agradecimiento por lo efímero de la vida, dijo él.  Luego hablamos de mi amor por Buenos Aires, del poema magistral de Borges y mi primer hallazgo de los pingüinos. Mientras me hablaba de su necesidad de viajar, yo lo miraba descubriendo cada rasgo de su rostro, cada giro de su cabello largo, su cuerpo vulnerable, el movimiento amplio de sus manos, su entusiasmo y la utopía, así como la mía, de salvar a las aves.
—Quizás sea  un ave en extinción,-murmuró- pero quiero perdurar en tu abrazo, en tu risa, en tu locura por los tangos de Piazzola.
Si cada uno hubiese tenido una cuota de risa asignada en la vida, nosotros la hubiéramos agotado en aquellas horas. Hay gente que se enferma por amor, nosotros nos sanamos, nos parimos, nos recorrimos por dentro y por fuera, con la piel lúcida y el corazón abierto, siendo ambos un poco mujer y un poco hombre, con tal valentía que nos libamos el alma y los vientres como un vino dulce. Como si nos lo debiéramos.
 La noche nos bebió en su gloria y azotamos con dulzor e ingenuidad el placer y la paz. Cuando no le quedó lugar donde besarme, me inventó en el aire y me besó en el aire y era una migración urgente, era una peregrinación a lo remoto, donde no había suelo, tierra, ladrillos, paredes, solo él y yo suspendidos en el aire, acabándonos, amándonos, volando para, otra vez y otra vez, regresar al nido urbano y vulnerable.
Los días siguientes sucedieron urgidos de compromisos, urgidos de ferocidad de sábanas, de descarada intimidad, de horas saboreando las letras de Sabina, los orígenes de la ópera, los cantos gregorianos, mi debilidad por los pingüinos.
Yo debía estar en Buenos Aires apenas terminara el congreso, pero solo para terminar con algunos trámites ya que estaba definitivamente radicada en Madrid. La mañana que debía embarcar en el vuelo 8032 de Iberia, él me cantó al oído una canción de Facundo Cabral. “Vuela bajo, porque abajo, está la verdad. “.  Entonces mis pingüinos tenían razón, volaban bajo, casi ni volaban y en ellos estaba la gran verdad, una verdad que luego postergaría mis días. La gran ventaja que tienen los animales con respecto a los humanos  es que no tienen concepto de la fugacidad, de la vulnerable condición del ser humano y el hilo de las moiras se corta cuando menos lo esperamos.
Él partía hacia Kenia esa misma noche. Por primera vez vi dolor en su rostro, por primera vez lo vi temblar- tenía las manos heladas y en los cuencos de sus ojos exageradamente grandes, vi desolación y vi lágrimas inversas que se volvían a sus pupilas dilatadas. Lloró sin ruido, con heroicidad o vergüenza. No quería partir, no quería soltar mis manos. Me pareció que todos los gozos se quebraban, que había en alguna parte de su corazón la duda de un exterminio de horas. Y decía que mi fortaleza era y sería para siempre. Y él iba a vivir por mí. Yo lo salvaría para siempre. ¿De qué, Pablo, de qué? Quedamos en vernos en la continuación de aquel congreso en el mismo balcón donde nos habíamos conocido.
Por primera vez en mi vida, treinta días me parecieron una eternidad lenta como el óxido cuando corroe el metal, como las gotas de suero que vemos caer cuando estamos en un hospital, como las que yo había visto  caer  y no habían servido de nada.
Pablo nunca me llamó por teléfono. Me pasé horas intentando comunicarme con él, pero no pude. El teléfono estaba fuera de servicio. Y me atreví a buscarlo en las redes sociales, en los foros. Allí estaban sus investigaciones, sus estudios, sus artículos, su detallado seguimiento de los vencejos  pero también estaban sus fotografías que databan de algunos años atrás.  El corazón me dio un vuelco, algo atroz se me pasó por la mente y mi sangre se atascó en mis venas. Aquel era un Pablo robusto, grande, con unas mejillas redondas, con los ojos en armonía con su bello rostro. Aquel hombre cargando una gran mochila, sonriendo con un porte fuerte, vital, casi grueso, no era el Pablo que yo había amado, tocado, lamido. Luego recordé la despedida en el aeropuerto. Y entonces no quise saberlo pero lo supe, no quise creerlo pero lo creí, lo negué, lo expulsé como a una mala placenta, como un monstruo de dolor y golpeé todas las paredes que pude golpear. Pablo estaba enfermo.
¿Cómo no me había dado cuenta? Soy un ave en extinción, había dicho.
El día de mi regreso a España, hubo huelga en el aeropuerto argentino de Ezeiza, de esas complicadas. El avión salió con veinte horas de retraso y entre gritos, quejas, injusticias y malas horas de agotamiento, logré  abordar el avión y aterricé en Madrid, corrí por Madrid sin siquiera cambiarme de ropa, con las maletas arrasando las aceras, rodé ingrávida por Madrid, hasta que llegué cuando ya el congreso había comenzado. La sala estaba repleta con una rareza asfixiante. El miedo me  debilitaba, quebraba  mis piernas, mi pecho, mis ojos. Entré al salón intentando no hacer ruido y lo busqué conteniendo la respiración, el llanto o el grito, entre todos los asistentes, entre los disertantes. Jugué un juego macabro y me  inventé la  felicidad anticipada del  rito de la espera. ¿Dónde estás, Pablo?, rogué, susurré, rogué. Pero él no estaba allí.
La primer parte del seminario transcurrió en alguna parte de mi reloj, pero yo volaba en círculos  como un ave de rapiña sobre la gente  y no pude entender ni una sola palabra. Casi no podía respirar. A punto de  comenzar la segunda parte, el profesor  Juan Manuel Montero de Lacalle que hacía de anfitrión dijo que deseaba decirnos unas palabras y bajó la cabeza.
Detrás de un cortinado, presintiendo lo esperable, caí de rodilla e intenté rezar.
—Queremos compartir la desazón por la pérdida de nuestro colega Pablo Sebastián Dominisé quien ha fallecido en la madrugada de ayer. Nuestro joven científico, quien había regresado de Kenia hace una semana,  ha fallecido tras caer desde los techos de un abandonado edificio en los suburbios de Madrid intentando fotografiar un nido. Pero no nos ha dejado con las manos vacías, sino que nos dejó el legado de su brillante investigación y su eterno entusiasmo. Y entonces supe que  el infierno no me soltaría jamás
No quise escuchar más. Todo se oscureció a mi alrededor. Solo veía el brillo del micrófono y escuchaba un murmullo lejano, lejanísimo, de palabras de asombro, de tristeza, de incredulidad. Otra vez la muerte. Otra vez a mí. Me puse de pié , de pie y muriendo, de pie y muriendo, llegué hasta el balcón casi a tientas porque una bruma ya conocida me impedía ver con claridad. Una estocada en el pecho y fue el  dolor tan agudo que me apoyé en una columna  para no caer, para no desmayar, para no quebrarme en un montón de esquirlas de horror. La vida es la suma de todas las peores injusticas. Él merecía vivir.
El sentimiento más profundo y cierto entre nosotros había sido el de no pertenecernos, aunque en plena libertad y aún en vuelo, nos habíamos tenido. Nos quisimos con libertad invertida, como unas guerras fávicas pero buenas, despojando al otro de todo, no por posesión sino por inevitabilidad. Había sido tan fácil encontrarlo, tan ingrávidamente bello hacer el amor con él, tan fácil hablar de felicidad. Encendí un cigarrillo y me sequé las lágrimas. No era nuestro estilo la pobreza de ánimo, al menos a su lado. Nunca jugamos al dolor porque lo que habíamos vivido había sido suficiente para entender el hallazgo, algo que estallaba y de tanto esplendor nos había dado la certeza de que más de allí, ya no podríamos ir, como si todos los días vividos  hubieran sido el aprendizaje definitivo de cómo evitar la pregunta ¿Por qué?
Y entonces entendí que él nunca podría haberse caído tomando una fotografía, estaba demasiado acostumbrado a las alturas. Él se había echado a volar, él había desplegado sus alas por su propia voluntad, porque nunca habría soportado morir encerrado en un hospital, atrapado su cuerpo  en aquello que lo había condenado a una muerte de la que nunca me habló,  de los que los demás no me hablaron,  porque él había apostado a la vida a través de mí, porque él había querido parirse desde mí. Había sido el hombre más feliz que había conocido. Y yo también. Porque él pertenecía al cielo y nunca hubiera podido morir en paz mirando a través de una ventana con olor a cloroformo. Pablo, querido Pablo, con esas inefables ganas de vivir. Yo soy una especie en extinción, me había dicho.
- ¿Por qué no te echaste a volar conmigo?
Luego miré los pájaros, no reconocí a los vencejos pero imaginé que lo eran, y me quedé en el balcón sentada como mis pingüinos encarpetados sin poder volar y cerrando los ojos hice el amor con él, una y otra vez, y le conté cómo y cuánto lo quería, le dije que no temiera por mí, pero mi mentira piadosa no convenció al lado oscuro de mi corazón, al rencor que mantenía ante la vida, ese duelo de miserias, una vida que me dejaba con la miel en la boca y me había dado una muestra  de  la felicidad verdadera, no ya la felicidad sobreviviente. No, la verdadera.  Pero no había nada más. El velo cayó de mis ojos y supe que lo efímero era lo real. Sentí que mis muertos me hacían un cortejo. Y él estaba con ellos.
— ¿Sabes cómo copulan los vencejos? — su voz tardía y vivaz retumbaba aún en mi oídos.
—Los vencejos copulan en al aire— murmuré. Intenté decir su nombre, pero corría el riesgo de largarme a llorar y no poder detenerme jamás.
Me sequé las lágrimas y  sonreí con sarcasmo. Él creyó que nuestro amor lo sanaría, yo creí que su amor me sanaría. Querido Pablo. ¿Qué clase de vida es esta que se traga los hijos y se los devora y los arroja a un útero invertido donde nunca fuimos y la no existencia es el estado primigenio? ¿Qué es la vida sino la prematura fosa de quienes menos se lo merecen? ¿Por qué uno debe querer vivir? ¿Por qué?
Tuve frío y me sentí ingrávida, leve, breve. Y  me puse de pie en la baranda del  balcón y extendí mis brazos. Y quise volar.
            Todavía hoy, cuando me canso de jugar a la ruleta rusa, me detengo  en el umbral, en una frontera de cobardías. Sueño con tener el coraje de echarme a volar,  en cualquier momento. Sueño con mi liberación, con un descanso que ya nunca logro, un cansancio antiguo. Imagino que  me arrojo al vacío volviendo a mi hogar,  con mi familia, con él. Quizás lo haga cuando al fin acepte que todo lo demás ha sido, es y será  una mentira, una ilusión y que los sinos están marcados, que la vida no da tregua y uno se cansa de sonreir para que nadie nos pregunte porqué estamos tristes. Sueño con tener, como decía Wilhelm Klemm, por fin, mi primera  y larga noche tranquila.  Otras veces creo que lo mejor es esperar. Si me echo a volar, los pingüinos no podrían seguirme porque ellos no pueden volar. Y nadie puede resistirse a amar a los pingüinos. Si, lo mejor por ahora, lo prioritario sin duda,  es enseñarles a los pingüinos  a volar.  
                                                                              Aurora Olmedo

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