Bajó al
sótano como todos los sábados. Le encantaban los sábados porque limpiar los
sótanos significaba evitar el contacto con la otra gente, el hueco social al
cual ella no sentía pertenecer. No quería pertenecer. Ella tenía siempre esa
mirada ausente en esos ojos pequeñísimos y tristes. Muy juntos, indecentemente
juntos, separados por su nariz también pequeña que a ella le recordaba las
caritas desagradables de las ratas. Intentaba muchas veces esconderse debajo de
su cabello, pero lo tenía tan fino, tan leve, que al menor movimiento la dejaba
en evidencia.
Trabajaba en
aquella empresa de triunfadores, decía ella, desde hace mucho tiempo, demasiado
ya, pero se había vuelto una experta en practicar la invisibilidad. No le había
costado demasiado. ¿Quién querría fijarse en una mujer pequeña, insignificante,
que va empujando un carrito con productos de limpieza, perdida en una aparente
indiferencia?
No solo era
su fealdad lo que le pesaba, sino la soledad que la iba corroyendo, lenta, como
un óxido vivo pero paciente, como una enfermedad larga. Había tenido sueños,
como todos, como cada uno, sueños de amor, sueños de hacer el amor, sueños que
la habían ayudado a vivir, hasta que se dio cuenta y al darse cuenta, cayó
sobre su escasa fortaleza una montaña de escombros nadie se había fijado en
ella nunca, nadie se fijaba en ella, nadie la había alguna vez querido. Si
alguna vez había intentado gustar, ya no lo recordaba. Su introspección y su
naturaleza silenciosa, algo que había querido vencer y no pudo, la habían
recluido, cada día más, en un dolor pasivo y aceptado. «La fealdad nunca da
tregua», decía.
Muchas veces
la idea del suicidio le había advertido que su tristeza era cada vez más
grande, igual a un insecto creciente en sus diminutas entrañas. El suicidio le
sabía a futuro descanso, no a muerte, deseaba quedarse dormida y que algo o
alguien compasivo la estaqueara a una inconsciencia para siempre. No despertar
ya más, pero luego recordaba su pusilanimidad y se convencía de que vivir era
su obligación. Nada más.
Aquel sábado,
sin embargo, estaba distinta. Hasta había esbozado una media sonrisa al sentir
cómo el ascensor bajaba obedientemente hacia el lugar más oscuro del mundo. Le
tocaba limpiar el sótano, donde se guardaban pilas y pilas de archivos. Por eso
el sábado era su día preferido. La gente, los otros, la dejaban exhausta. Entró
en la oscura sala llena de carpetas, estantes y cajas enumeradas que nadie
nunca controlaba, encendió la luz y algo en su cuerpo le pateó en las entrañas.
Estaba tibia, incompleta, agitada. De eso se trataba tener ganas de hacer el
amor. Quería saber cómo era hacer el amor y se dio cuenta de que lo anhelaba
desde hacía mucho tiempo. Se convenció de que nadie con un deje de coherencia
estética se enamoraría de ella. Se perdió en sus cavilaciones dejando pasar el
tiempo, arrastrando el carrito sin darse cuenta, nadie la controlaba allí.
El ruido del
ascensor descendiendo la devolvió a la realidad. Nadie bajaba los sábados al
sótano. No se dio la vuelta, fingió que estaba limpiando los pisos
horriblemente grises y no quiso saludar. Por la forma de caminar era un hombre,
su andar era lento, pesado, pero no lo miró. ¿Por qué debería este intruso
estar aquí? Odió aquel momento, pero no tuvo tiempo de compadecerse más porque
la explosión la aturdió, la derribó y su cuerpo de pluma y algodón rodó un poco
y le dolió. El hombre gritó y cayó sobre sus rodillas, llevándose las manos a
los oídos y gritó. Casi paralizados, no sabían si de terror, sorpresa o algo
que se parecía a un vértigo de incredulidad, esperaron en la más absoluta
oscuridad. Ni un hilo de luz, solo el griterío de la gente, arriba.
Ella tuvo
ganas de llorar, tuvo ganas de entender, tuvo ganas de tener ganas de vivir, de
haber temido por su vida, pero no. «Acaso muera por fin», pensó. Allí, tendida,
frágil como un pájaro breve, advirtió que el hombre pedía ayuda y que,
percatándose de su presencia, oliendo la presencia de alguien, preguntaba su
nombre, preguntaba si estaba bien, suplicaba respuesta. Aún en la espesa oscuridad
supo que el individuo estaba muy cerca de ella y al acercarse reptando, los
brazos de aquel intruso de sábados se extendieron y se apoderaron de ella. Supo
que intentaba protegerla, porque él repetía, repetía que se acercara, que qué
estaba pasando allí, que qué había pasado. Ella se sintió importante y dando
manotazos al aire, logró tocarlo, llegar a él y ambos se abrazaron como lo que
eran, dos sobrevivientes. Y lloraron juntos por lo que creyeron una eternidad,
aunque no lo fue.
—Yo iba a
planta baja —dijo él entre sollozos y ella se conmovió. Nunca había oído a un
hombre llorar así. El intruso es diferente, pensó.
Él la sujetó,
la atrajo a su abrazo y ella aceptó. Su temblor era inevitable, contagioso,
ante lo que parecía ser una tragedia. La oscuridad era tal que se pareció a la
antesala de la muerte. Y ella se tranquilizó. Mientras se escuchaban gritos,
sirenas de la policía o de los bomberos, nunca había podido distinguirlos,
ellos permanecieron en un silencio que se prolongó un largo rato hasta darse
cuenta que debían buscar ayuda. A tientas y tomados de la mano, intentaron
llegar hasta —lo que ella dijo— era un brevísimo hilo de luz. Allí
estaría el ascensor.
El intruso le
preguntó el nombre con la calidez de una caricia. Ella no se lo quiso decir
porque no quería que, una vez que todo hubiera pasado, porque todo siempre
pasaba inevitablemente, él supiese cómo buscarla. Solo dijo que no tenía
nombre, él se rio, y ella supo que su risa era ancha porque le tocó sin querer
la boca, el rostro y sintió la vibración en su pecho. Luego decidieron gritar,
dos sobrevivientes en íntima oscuridad, sabiendo que, ante tanta urgencia y
tanto pánico, nadie repararía en ellos, al menos, por algunas horas. Pero
gritaron igual.
—Tendremos
que esperar. Nadie nos escuchará. Debe de haber sido una explosión, quizá un
atentado. Con todas las cosas que están pasando, podemos esperar lo peor —dijo
él. La concepción de lo peor le hizo sonreír.
¿Qué era lo
peor? ¿Qué era peor que ser invisible? ¿La oscuridad, el aislamiento? No.
Tanteando las
paredes, se sentaron haciéndose lugar entre papeles, estantes caídos, alguna
que otra caja y se reclinaron, por fin, en una pared en alguna parte del
sótano.
—Yo tampoco
tengo nombre —susurró él—. Soy el ser más innombrado de esta
ciudad.
La mujer se
echó a reír brevemente y suspiró.
—Será
que los más innombrados de la ciudad nos hemos dado cita sin querer —respondió.
Él intentó
tocarle el rostro, pero ella giró violentamente la cabeza, no fuera que
descubriera su rostro de fea triste y aún sin verla, la despreciara.
Las horas del
espanto parecían sucederse más de prisa allí arriba. Ella, contrariamente a lo
que parecía ser su salvación, temió que volviese la luz. A veces volvían a
gritar, sentados, abandonados el uno en el otro, sabiendo que era inútil. Un
cansancio cómplice los sobrecogió y él le dijo que no, que no temiera, que se
apoyara en su pecho, que pronto arreglarían lo de la corriente eléctrica y los
sacarían de allí. Pero mentía, él no quería salir de allí.
Ella sintió,
sin ninguna duda sintió que la respiración del hombre se agitaba, que su
corazón retumbaba, galopaba en su pecho y hasta parecía que provocaba un eco
enternecedor en su cuerpo. La oscuridad y la extrema cercanía avivaron el
asombro del hallazgo. Sus brazos se tensaron sobre su hombro diminuto y ella
suspiró. Suspiró profundamente como si hubiera estado esperando ese momento
toda su vida. Él intentó, otra vez, tocarle el rostro, y ella volteó la cabeza
nuevamente, sin desprenderse de su abrazo, pero él buscaba su boca, su boca
triste, su boca ávida, su boca abierta.
—Bésame en la
espalda —le pidió.
Sintió que
sus muslos se desmayaban hasta su vientre y que estrenaba la belleza del deseo
compartido. El hombre, atónito aún, comenzó a besarla lentamente por el cuello
y ella sintió que su cuerpo era como un amanecer cuando se va iluminando con
lentitud. Cuando sintió como sus pechos breves como dos gorriones se metían
dentro de la vasta cavidad de la mano del amante anónimo, rodó por una ladera
de intimidad mojada. Su boca se había convertido en un túnel dulce y blando,
para sus dedos múltiples y casi no podía respirar. Él le besó el cabello, las
hebras caprichosas de su cabeza, la curva de la nuca y le quitó con elegancia,
su uniforme gris.
—Déjame tus
labios —le
rogó, le suplicó él. Pero ella feliz y temblando en la más pura y caliente
asfixia le respondió que no.
—Bésame la
espalda.
Las manos
inmensas del hombre acariciaron la suavidad de su espalda y con la lentitud de
quien tiene todo el tiempo del mundo, sus labios la recorrieron empapados de
algo que se parecía mucho al sabroso sabor del café de los domingos, esos
sorbos que despacio se impregnan en la boca y encienden el fragor de las
entrañas. Sus manos bajaron hasta sus nalgas y con maestría, las abrió en dos
como quien abre una naranja jugosa, como quien muerde con impaciencia los gajos
de una naranja dulce y madura, deteniéndose incrédulo y luego sumergiéndose en
su sexo abierto. Con delicadeza, con ferocidad, con la intensidad de los
vientos calientes del verano y el aliento entrecortado, ella sentía sus manos
mojadas, las manos que le parecieron gigantes mientras sus muslos se rasgaban
como la seda, su vientre le dolía sin piedad y la piel ardida de sus caderas
imparables renacía y se rejuvenecía hasta ser embrional, inaugural.
Con el rostro
apoyado sobre algún papel con números que nadie volvería a tener en cuenta y su
pequeño cuerpo partido en dos, lloviéndose en almíbar y con el aire atascado en
su garganta, sintió al hombre dentro de ella, aún besando y deslizando sus
dedos sobre la desnudez a oscuras, sosteniéndola con cruda elegancia para que
sus rodillas no se quebraran por el peso. Se saborearon, se penetraron, se
lloraron de gozo. El intruso gimió, grito, quebró su cuerpo sacudido por su casi
desesperada resurrección, le agradeció, le agradeció y, aunque nunca lo dijo,
la amó. Ella gimió, gritó, quebró su cuerpo sacudido por su casi desesperada
resurrección hasta un límite inimaginable y ya sintió algo parecido a un
desmayo que no terminaba nunca y terminaba. Él dejó caer su cabeza sobre su
espalda, exhausto y feliz, y ella supo que él estaba siendo feliz y rompió a
llorar mientras él lentamente la vaciaba, la indultaba, la deshabitaba. Supo
indudablemente que aquel acto, aquella ofrenda recíproca, tenía que ver más con
una apuesta a la felicidad, una tregua en la suma de los días hostiles, que con
el sexo. Sí, eso sintió, que la felicidad era tocarla y la amó. Luego serían,
otra vez, dos exiliados del gozo, prófugos, desangelados, con un nombre que
ella no quería decir y él sí quería saber y pronunciar, con un mundo que arriba
olía mal, que era una ciénaga de indiferencia, que era una farsa de la lucidez.
Se abrazaron
fuerte ante un adiós anunciado. Ella hubiera querido quedarse allí, con él,
siempre, entre sus brazos anónimos, con el dulce dolor en sus frágiles huesos,
con sus muslos temblando todavía, con las rodillas incrustadas en el suelo sin
limpiar, como cuando él la estaba inundando ya sin continencia y ella lo mordía
y se mordía sin poderlo nombrar, sin que la pudiera nombrar. El hombre la olía,
la olía queriendo retener de ella la belleza de su perfume ingenuo, porque ella
olía a perfume ingenuo, y le repetía que era feliz, que era feliz y que aquella
brevedad de la felicidad lo salvaba.
Las sirenas y
los ruidos se fueron acallando y arriba comenzaba a reinar un poco de calma.
Todo volvería a la normalidad. Habían pasado ya muchas horas y el intruso del
sótano se había quedado dormido, profundamente dormido, porque lo que estuviese
pasando allá arriba no le importaba absolutamente, supo ella. Ella lo besó una
y otra vez y lloró como hace tiempo no lloraba y lo amó.
El ruido del
ascensor lo despertó y escuchó que el ascensor funcionaba, pero ella no estaba.
Una y otra vez gritó, preguntando: «¿Dónde estás?, ¿dónde estás?», pero el
inmenso sótano le devolvió un silencio desolador. Tropezó con las cajas
esparcidas, se desesperó, se cayó, se levantó, odió no saber su nombre para
poder llamarla, gritó, pero fue inútil. Maldijo la hora que habían reparado la
corriente eléctrica. Suspiró profundamente, confuso y desorientado, porque
aquel lugar tan desconocido para él le mareaba y le recordaba, aún antes de ser
recuerdo, que ella no estaba y no entendía por qué. No pudo evitar echarse a
llorar, él lloraba mucho para ser hombre, le habían dicho una vez. Pero lloró y
lo hizo porque estaba solo, porque la otredad de los de arriba no era ella,
porque ya casi pensaba que todo lo que había sucedido había sido un sueño.
Porque ella ya se había ido.
¿Cómo
buscarla?, ¿cómo preguntar por alguien que no había visto, que no sabía su
nombre, que estaba en un sótano donde él había llegado por error? Nunca pudo
imaginar —¿cómo
podría?—
que ella estaba a pocos metros, en su sótano, que había buscado un rincón inalcanzable
para esconderse, porque era ella tan pequeña que podría haberse sentado en las
palmas de sus manos. Tampoco imaginó que ni siquiera lo había mirado, que se
había jurado no mirarlo y lo cumplió. No lo miró. Solo se escondió.
Mejor así,
mejor. ¿Para qué? ¿Para qué iniciar una búsqueda diaria? ¿Para qué ponerle
rostro a la futura ausencia? ¿Para que él descubriera su rostro y ya no la
quisiera ver nunca más? No, por eso no quiso mirarlo, para no poder jamás
reconocerlo. Convertida en un ovillo y con los ojos cerrados, contuvo la
respiración, contuvo sus ganas de él, hasta sentir que llegaba al ascensor. Y
luego se lo tragaba un mundo que rendía culto al triunfo, a la belleza. El
mundo de los otros. Entonces volteó la cabeza y se dispuso a salir.
Aquel intento
de atentado había dejado una ciudad con seres vulnerables, con seres asustados
por todas partes y un parque con árboles caídos. Alguien dijo que no había
habido víctimas mortales. La radio, la televisión, la gente. No se hablaba de
otra cosa. Se percibía en el aire una nueva asunción de la fragilidad, de
transitoriedad, una aceptación de que hay horrores que no solo le pasan a los
otros. Una inauguración de la sospecha.
Los días
volvieron a aburrirse en la rutina. Ella siguió saliendo del trabajo a las tres
y, como siempre, se tomaba un café en un bar con mesas afuera, que estaba justo
cruzando ese parque que se veía desde los pisos altos de la empresa. Mañana era
sábado otra vez. La hora de la siesta se depositaba con pesadez sobre la ciudad
mientras ella bebía aquel café dulce como los labios del intruso, mientras
repasaba cada momento, cada instante de aquella ofrenda de algo que era mucho
más que amor y no era nada, mientras aún sentía los larguísimos besos en su
cuerpo. Ella volvía a temblar, volvía la asfixia, volvía la rabia y el futuro
recuerdo que no se terminaría ya nunca. Sumergida en su sueño con ojos
abiertos, con las pupilas cosidas al asombro todavía, quiso soñar porque una
íntima inmediación la desconcertó, pero se lo prohibió y se dio cuenta de que
era muy tarde para ella y para la salida del tren. Entonces se apresuró a dejar
el dinero del café y, al incorporarse con tanta urgencia, el libro de turno
cayó a sus pies. Cuando intentó tomarlo, tembló, y quizá por eso, tropezó con algo
que no supo qué era, pero alguien se agachó con premura y tanteando el suelo
sucio y con colillas de cigarrillos, lo levantó y lo extendió hacia ella. La
mujer breve se dio cuenta de que no le hacía falta esconder el rostro. Lo miró,
le dio las gracias y se alejó estremecida, dolida y sudorosa, sin saber por
qué. Ya no le importaba si perdía el tren.
Ese hombre
enorme, tan cercano a su mundo de feos y con gafas oscuras, la había conmovido.
Sintió una opresión en su pecho tan intensa que se mareó, algo que le devolvía
algo de sus horas en el sótano, algo que le caía por la espalda como un
homenaje a su rutina quebrada al fin. Pero siguió caminado, repasando como
todos los días cada instante de aquel acto de amor, porque ella amaría siempre
a aquel hombre grande tan hábil en la ternura, tan ferozmente delicado y
entendió que por mucho tiempo él la ayudaría a vivir.
El hombre,
tan lejos como ella del resto del mundo, tan solo como ella en las fauces de
una sociedad idólatra de belleza —algo que él creyó no tener—,
sintió que la inocencia de un perfume familiar, íntimo tal vez, se quedaba en
el aire. Y apoyando la cabeza entre sus manos, volvió a suspirar y amar lo que
nunca volvería a tener, un momento único en el cual la mujer más mujer del
mundo había estado en sus brazos, llena de tan pura pasión mientras él le
robaba la espalda y la guardaba en su recuerdo, en su corazón, en sus muslos,
en sus ojos, que siempre miraban para adentro, porque sabía, simplemente sabía
que aquel momento había sido un regalo de algo o de alguien destino,
coincidencia o piedad.
Siguió
bebiendo el café que ahora olía a mujer pequeña, pero desechó la idea sabiendo
que nunca la podría encontrar, que ella había huido, que su soledad le estaba
jugando en contra y la reminiscencia de su perfume en sus sentidos era lo que
había exacerbado su imaginación. Seguro de que sus lentes oscuras eran capaces
de esconder sus lágrimas, supo que daría cualquier cosa por volver a tenerla,
aunque no le pudiese tocar el rostro, aunque no supiese su nombre, aunque ella
nunca supiese que la había amado, porque quizá, de habérselo dicho, no le
hubiese creído. Pero era verdad.
¿Cómo podría
una mujer así, tan excelsa, tan temiblemente dulce, enamorarse de él? ¿Cómo
podría una mujer fuerte, capaz de reír ante la posibilidad de la muerte,
fijarse en él?
Pagó el café
y aspiró profundamente el enrarecido aire de la tarde. Le dolió el pecho y el
vientre, pero se repuso. Y sabiendo que la verdadera ceguera era la de los
otros, porque la de él era solo su circunstancia y su accidente, empuñó su
bastón tanteando la superficie y se dispuso a cruzar el parque para luego ir a
la estación y tomar el tren.