Madre Mía Capítulo El Boulevard de Sabina, el mistela y los poetas.

El Boulevard de Sabina, el mistela y los poetas

Nos sentamos en la cafetería esperando tener una tarde “plácida”. Habíamos decidido estar más serenas que los caracoles. A nuestra izquierda tomaban café unos que decían llamarse escritores y cantautores, bañados de un humo misterioso.
Mi madre levantó el dedo meñique y tomó un croissant con la punta de sus delicados dedos. ¡Oh! ¡Oh!
-Mira cuán delicada soy , dijo sonriendo como la Gioconda, y estiró casi hasta el temblor su dedo meñique.
Era una tarde pacífica que invitaba a la reflexión. Roberto portaba su bandeja con una gallardía francesa haciéndome mohínes graciosos, y yo me repetía íntimamente que dejaría de ser, de una vez por todas, ese ser vulnerable arrastrado por las emociones e impulsos. ¡Oh, esta nueva vida de paz!
De la mesa de al lado me llegaron voces entrecortadas, engolosinadas de una sapiencia filosófica y cierto desdén.
-¿Sabina? Ese Joaquín Sabina. Ni voz ni talento, dijo uno de ellos con barba a lo Benjamín Franklin.
Yo giré mi enorme cabeza que, me hizo resbalar de la silla, y lo miré a los ojos, enfurecida.
-¿Está usted hablando de Sabina? ¿MI… MI… MI… mi SABINA? , asesté como con incredulidad, poniendo los ojos en blanco.
-¿Se atreve usted a poner en tela de juicio a MI…MI...MI…MI mi Sabinaaaaaaaa?
Mi madre me dio un golpecito seco en la nuca para que reaccionara y yo terminé mi pregunta escupiendo sin querer y ligeramente el mantel.
-¿De mi Sabina?, repitió. El pretendido intelectual se sonrió de costado y, con la voz áspera típica de escritores que escriben para escritores y de “me junto con mis colegas en el bar y hablo de cuestiones trascendentales”, me respondió:
- Yo estoy hablando con mis compañeros de Joaquín Sabina. Un cantautor sin voz y un pasado dudoso. Pero es una conversación privada.
Mi madre al ver mi cara de espanto, se asustó, se levantó y poniendo también los ojos en blanco para demostrarme solidaridad, lo miró y le preguntó:
-¿Está usted hablando de SU, SU, su Sabina?
Los amigos o colegas del bohemio insolente lo animaron con un gesto despectivo a que no nos escuchara. Pero lo dicho estaba dicho.
Con un arrebato intrépido, una explosión de furia y justicia, tomé un libro, estiré los brazos hacia el techo, mi cuerpo vibró tembloroso por la osadía de mi ademán épico y, con una fuerza alimentada por la sed de justicia, hice ademán de arrojárselos, pero sólo lo cambié de lugar. Fue todo lo que me animé a hacer.
Mi madre, tan rápida como diligente, había formado a todos los clientes de la cafetería y los había colocado de mayor a menor. Usando su paraguas como batuta, taconeó brevemente y gritó: Un, dos, tres. Un dos, tres. Al unísono, todos comenzaron a cantar:
“Por el boulevard de los sueños rotos… vive una dama de poncho rojo…”. La poesía de mi Sabina impregnó la cafetería.
Roberto, feliz de escuchar mi canción preferida, se había subido al mostrador y bailoteaba bebiendo directamente de la botella la mejor mistela de la casa.
-¡Todos juntos! ¡Esoooooooooooo es! Por el boulevard de los sueños rotos…
La cafetería se convirtió en un homenaje al Sabina de mis amores. Pero los intelectuales, tan ávidos de crítica como siempre, tan exquisitos y hambrientos de términos difíciles, tan correctores de todo menos de sus fracasos, se inquietaron y llamaron a la policía. Cuando yo escuché esa palabra “p o l i c í a”, sentí que me explotaba la vejiga. Desde niña ya le tenía miedo a la P O L I C Í A. Miré escudriñando mi mundo circundante y planeé la fuga. Me arrojé por la primera ventana abierta y eché a correr sosteniendo mi cabeza para no perder el equilibrio. Mi madre miró al que había dicho la palabra “p o l i c í a” y le puso a Kant y a Spinoza de sombrero, no sin antes decirle que para hablar de Sabina, “como dice mi hijita”, es necesario sentir la poesía en los huesos y no en la pantalla de los discursos complicados.
En esto, Roberto, que se había acabado una botella del dulce mistela, saltaba de mesa en mesa cantando con la voz ronca: “En el bulebad de dos duedos rodos… Vive una dada cod concho rojo...” Y haciendo una reverencia dieciochesca se alejaba caminando para atrás.
La sirena se escuchaba como un aullido de lobo, como diciendo mi nombre. Yo corría y corría con la boca abierta, con mi madre cubriéndome las espaldas con un cuadro de naturaleza muerta, batiéndose a paraguazos con los transeúntes que osaban gritarme algo. Llegamos sin aliento a una calle mágica dividida por árboles y nos detuvimos encantadas. Una suerte de reconocimiento cósmico nos sobrecogió y quedamos atónitas ante tanta maravilla.
-Es el Boulevard de los Sueños Rotos, susurré perpleja. Mi madre se acomodó el cuadro debajo del brazo y estudió el paisaje.
-Acá me voy a casar con Sabina, madre mía, le expliqué.
-Claro, hijita y yo voy a ser tu testigo de boda con Robert de Niro.
De repente nos miramos las dos, y nos empezamos a reír, y a reír y a reír. Y así nos quedamos un largo rato, disfrutando de los grillos de la alegría y el manantial claro de la risa. Y luego, lentamente, empezamos a caminar por el boulevard de los sueños rotos, amando a MÍ…MÍ…MÍ mi Sabina como nunca, porque él decía las cosas como a mí me hubiera gustado decirlas. Ah, Sabina, mi amor.
A lo lejos, se escuchaba el rumor de los autos de policía y una voz ronca y pastosa que gritaba… En el boulevaaaaaad de los duedos dotos…….vive una dada con concho dojo...
Y entonces decidimos volver a rescatar a Roberto de las manos del mundo humanizado, ansioso de cemento y lleno de críticos y batracios, en el cual la poesía era una brecha de luz, una herramienta de identidad, un resquicio de asombro para todos los que se habían sacado las máscaras y caminaban a cara limpia, sin hipocresía, como Roberto, como mi madre y, por supuesto, como mi Sabina y yo.

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