¡Madre Mía! Capítulo 8-Tess of the d´Urbervilles y un amor inodoro

Tess of the d’Urbervilles y un amor de inodoro

Resuelta en amar lo imposible al mejor estilo Tess of the d’Urbervilles, le dije a mi madre que me había enamorado irremediablemente y definitivamente de un camionero. -¿De un camionero?, dijo ella tomando en sus manos el botón que se estaba cayendo de mi blusa.
-Sí y es el amor de mi vida. Me voy a casar con él.
-¿Desde cuando lo sabes, hijita?
-Desde ayer a las siete y cuarto cuando lo vi por primera vez, desde el colectivo.
Mi madre, que había escuchado mi aceptación del amor repetidas veces, se pasó la mano por la mejilla, como solía hacer cuando pensaba intensamente.
-Tendrás que llamar su atención, con buenos modales y ademanes monárquicos. Y eso sí, hijita, recato y un buen vocabulario.
Hice un sondeo eliminatorio para saber qué debía evitar y qué debía incluir en mi comportamiento: debía introducirme en su mundo diferente como si fuera una más, una más de su casta excitante y primitiva.
- Él pertenece a la clase media baja, la que carece de los beneficios por haber nacido bajo la carga de una sociedad opresora. Nada de poesía ni zapatos de charol, porque, aunque su mundo es diferente, no es ni mejor ni peor , grité arengando a mi reducido público. Mi madre comenzó a aplaudir calurosamente, pero Roberto dijo que iba a buscar una soga para suicidarse. No le creí.
Antes de terminar con mi discurso por los oprimidos, mi madre me besó en la frente y me puso en las manos mi viejo manual de las buenas maneras.
Ella que sabía de mi ansiedad integradora y mi debilidad por las clases discriminadas, me acarició la mejilla y me insistió: BUENOS MODALES. RECATO
-El vocabulario y las buenas maneras son indispensables aunque camines en zapatillas. ¿Zapatillas? ¡Zapatillas! Y así, una vez más, ella me había dado la respuesta. Ya había encontrado la manera de caminar hacia mi amor, que no olía a perfume, se peinaba una vez por día y seguramente comía tortas fritas los domingos de lluvia.
Con una estudiada logística, diseñé un estratégico itinerario para simular un encuentro que pareciese casual. Ensayé también, una y otra vez, un diálogo breve, educado y sencillo, elaborado por la mejor guionista: mi madre.
Yo debía pasar a su lado y decirle: “OOOOHHHH, a usted lo conozco…sí…sí. Agradable sorpresa. ¿Qué que hago por estos lugares? Disfruto de la tarde primaveral. El aire huele a jazmines. ¿Ha notado usted que el aire huele a jazmines?”
Aquella mañana practiqué con la tenacidad de un estudiante a punto de su último examen. OOOOOHHHH, agradable sorpresa…El aire huele a… ¿A qué? ¿A qué? Ah….la tarde huele a violines, no, no, a patines, ¡no! a jazmines, ¿Lo ha notado? A jazmines… con zeta española. Jazzzmines, jazzzzmines.
Y así me lancé a la aventura. Calzada con un flamante par de zapatillas blancas, salí como una Elizabeth Bennet por la campiña inglesa en busca de un Darcy con bulones.
Lo vi venir y sentí que los nervios intoxicaban mi cuerpo y me traicionaban. La consabida agitación del enamoramiento me hacía sudar profusamente. Tal era mi conmoción, que no alcancé a ver lo que pisaba y mi zapatilla se enterró en la saludable defecación de un enorme perro. El olor se hizo insoportable.
Yo debía decir… debía decir: El aire huele a jazmines. ¿Ha notado usted que el aire huele a jazzzzmines?
Traté, con desesperación , de encontrar las palabras amables y educadas que mi madre me había hecho repetir, pero el camionero, que no me conocía, intentó seguir caminando.
–Oh, señor…OOOOOHHHH, qué agradable sorpresa, dije impidiéndole el paso. Él balbuceó un saludo confuso y aspiró con una mueca de desagrado. Había olido lo mismo que yo. Había olido la mierda del perro.
Los nervios, la certeza de lo irremediable, el asco gelatinoso que trepaba por nuestras narices o el recuerdo de mi madre instándome a la corrección, todo se confabuló en mi contra.
- ¡Alguien se cagó!, dije sin controlar lo que estaba diciendo. Él se detuvo frunciendo el ceño, mirando a mi alrededor sin entender nada de lo que estaba ocurriendo.
-¡O te cagaste vos o me cagué yo!, dije como si mi boca fuera un tobogán de ordinariez y convulsiones, un reflejo axiomático de insensatez. La zapatilla blanquísima estaba arcillosa y fétida, pero las inevitables palabras escupidas habían condenado nuestro primer encuentro al desastre y al adiós.
De más está decir, que tuve que suspender mi casamiento.
Así de corto fue nuestro encuentro y nuestro futuro ex amor. Nunca más lo volví a ver.
Aquella tarde cuando mi madre me vio volver a casa llorando y con olor a inodoro, me abrazó con amor y tomando su paraguas preferido salió en busca del perro.
Antes de comenzar su cruzada canina , secó mis lágrimas y mi frente sudada y me dijo: No importa, hijita, él nunca te olvidará. Un hombre nunca olvida a una mujer que huele a mierda. Mi llanto feroz cruzó el crepúsculo con desazón, pero no igualó al terrible ladrido de un perro que apareció en la plaza con un cuadro colgando de su cuello.
¡Qué cagada!, dijo Roberto que al final no se había suicidado.
-¿La del perro o la mía?, le pregunté. Pero él, al ver mi consternación se apresuró a contarme uno de sus chistes preferidos.
-A ver… ¿Qué le dijo un laxante a otro? ¡Por qué no te vas a la mierda!
Aquel chiste no me causó risa en absoluto, pero entendí que Roberto estaba tratando de alegrarme la vida.
Cuando mi madre volvió con el paraguas destrozado y lleno de pelos, nos encontró abrazados. A Roberto y a mí, como siempre.
Y así fue el fin de un amor escatológico. Y de mi boda, claro. Una ex futura boda de mierda. Otra boda más que no se concretaba.
Pero Roberto reía. Pero Roberto reía.

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