Verde, yo te quiero verde

Según la mitología , Salmacis amó tanto a Hermafrodito que hizo lo indecible para atraer su atención , como por ejemplo, arrojarse al río desnuda y nadar hacia él sin ningún tipo de prurito ético. Melinche casi traiciona a su pueblo por amor al soberbio Hernán Cortes y Ginebra, encelada por Lancelot, puso en peligro la estabilidad del reino británico en plena gestación. Mi mejor amiga, Piruchi, se subía todos los días a los árboles de la plaza con el pretexto de buscar un gato inexistente ( pero cuyo maullido llevaba grabado en una pequeña grabadora de periodista, en su bolso). ¿Por qué? Ella sabía a qué hora exactamente pasaba por allí quien ahora es su felicísimo marido y sabía que él no solamente le miraría las piernas y esas redondeces apenas cubiertas en verano, sino que en un acto de caballerosidad se ofrecería a ayudarle, bajo el efecto de un morbo atroz disfrazado de moralidad solidaria.
¿Por qué entonces - si todavía la humanidad actúa con descaro a la hora de lograr un propósito - no podía yo lograr la atención del hombre por el cual me bebía los vientos, aunque éste no me prestase la menor atención?
Él parecía un ser etéreo, abstraído en un mundo silencioso, poseedor de una armonía indiferente y un silencio inescrutable donde la alternancia de códigos no parecía posible. Trabajaba en una tienda de ropa para damas y caballeros. Un trabajo que lo mantenía clavado a unos pocos metros cuadrados y lo arrumbaba en un sedentarismo del cual él no parecía querer apartarse. Yo solía detenerme en el escaparate, como una tímida voyeur, como una monja con los ojos en blanco, esperando un milagro.
Uno sin querer se somete al juego de los escenarios, nos arrojamos a la búsqueda de la mirada del otro: más que ver, queremos ser vistos. Sin embargo, al descubrir en ella lo que no queremos, la mirada es amenaza y ausencia de libertad: dependemos de los temores. Comulgamos con los temores y con el amor propio. Mala conjugación.
¿Qué cual es mi profesión? No, no soy filósofa. Soy etóloga. Empeñada en desmitificar el antropocentrismo y abocada al estudio de la conducta de los animales, he aprendido de ellos todo lo que nunca pude aprender de los seres humanos. Si la razón es el arma de preservación entre los humanos, en los animales es el instinto. También sus recursos amorosos, los que hacen de sus cortejos verdaderos actos de ternura y pasión, son un verdadero esfuerzo de seducción. Es más, la naturaleza, en pleno e imparable proceso de creación, dota a las especies con diferentes herramientas para conseguir al compañero o compañera. ¿Y cuál es el fin después de todo? La posesión.
Había estudiado y visto con asiduidad cómo los machos desplegaban todo un abanico de estrategias actitudinales o biológicas para atraer a la hembra. No soy partidaria del feminismo insidioso o infundamentado, creo cabalmente en la complementariedad de los sexos y lucho o promulgo la igualdad de oportunidades y estrategias para lograr lo que nos proponemos. La finalidad útil de la empresa a llevar a cabo es la perfecta mediación entre las parejas. Conseguir el objetivo. Debía deslumbrar a la presa.
Puede ser, quizás, que haya en estos amores un dejo de concepción stendhaliana –es decir que amamos más el deseo que lo deseado en sí. O- como yo solía decir- uno se enamora del amor mismo que ha logrado forjar y de la situación amorosa, más que de la persona que decimos amar. Yo estaba enamorada de mi amor por él. Me convertí, entonces, en una mujer de acción, apelando a un feminismo inteligente y decidí imitar la conducta del macho (haciendo uso de mi facultad de libre elección), ya que me parecía más acertada y activa que la de la hembra para mi propósito. Aunque al fin y al cabo, la última palabra, mugido, ladrido, relincho, balido, etc, la tiene la reina femenina. Cuando la mujer o la hembra quiere, quiere. Y acepta. Si no, nada será eficaz. Esto no es feminismo exacerbado, es ley de la naturaleza.
Mi amiga Piruchi, cansada de verme suspirar por alguien tan…tan etéreo, se ofreció a ayudarme.
-No tienes nada que perder ,sólo la virginidad, decía sin cesar.
Ella, experta en estrategias y disfraces, me ofreció su incondicional colaboración. Planeamos la logística y las estrategias con esmerado placer. Piruchi era una modista de alto vuelo y su trabajo fue determinante en mi avance histriónico. Sus habilidades fueron puestas completamente a mi servicio.
La etología para mí siempre ha sido reveladora, sabia. Un mundo eficaz, práctico y subyugante. Y me ha provisto de alguna sabiduría que la misma naturaleza ofreció y quiso compartir con la humanidad.
Grande fue la sorpresa para muchos cuando, apelando a la magia de los colores, me aparecí en la tienda de mi amor vestida de pavo real, pavo real macho que propio del sexo masculino hace de la ostentación su arma más poderosa. Sabemos que la sensación de poder en los hombres es tan importante como la vanidad en las mujeres. Entré vanidosa y ufana, ceñida en un leotardo verde, un corpiño verde, y una tremenda cola con plumas cocidas con lentejuelas por mi amiga Piruchi. Él levantó los ojos, luego una ceja, luego la otra y siguió doblando unas camisas, tan distante, tan dueño de sí mismo, tan lejos de la alteridad humana Al darme la espalda , acomodó las hojas dentadas de un planta que decoraba el salón y a la que él sacaba brillo diariamente con deliciosa paciencia. Comprendí, absurda y acalorada por el pesado disfraz, que había fracasado.
Sentada en una mesa de café con mi amiga Piruchi, reconocimos la falta de buena estrategia. Sin desesperarnos, planeamos cual sería mi próximo movimiento.
Y así nos lanzamos al próximo intento, entusiastas, viscerales.
La cajera de la tienda (la tienda en la cual trabajaba mi amor, claro) dejó caer el dinero de un cambio cuando me vio entrar,
arrastrándome y aleteando a modo de enorme aplauso, vestida de foca. Quise deslizarme con galanura, con sinuosidad seductora, y con mi envión atravesar un aro que mi amiga Piruchi había colocado allí, sólo unos instantes antes. Los dioses profanos jugaron los dados al revés. Tropecé con un enorme trozo de plástico gris que se había desprendido de mi aleta. ¿Cuál había sido nuestra dilucidación, la mía y la de Piruchi? El traje de pavo real lo había intimidado, tan colorido, tan poderoso y a los hombres les molesta el poder de los otros. Para mirar a una foca había que bajar la mirada, su esencia se vería menos amenazada, su concepción de igualdad no surgiría en su mente como una provocación.
Pero el hombre no se inmutó. Solamente alzó en sus brazos las macetas con las flores que adornaban la tienda y se retiró hacia los cuartos interiores. La tienda parecía un invernadero. Y yo, un vertiginoso zoológico ambulante.
Sentada en otra mesa de café, llegamos a la conclusión de que había que apelar a su lado obsceno, a la erótica del poder, a la insinuación frutal de las posibilidades carnales tan bellas como necesarias para poder segregar la endorfina que mantuviese el buen humor, con las feromonas activas embriagando subrepticiamente la química del amor. Y decidimos , mi amiga y yo, nuestro próximo atuendo.
Una mujer que se probaba un vestido rojo de seda, se balanceó mareada con cierto terror al verme rascándome las peludas axilas de mono bonobo. Caliente como agua para chocolate, le quise demostrar que podía probar mi cercanía, que podía saborear el reino de los sentidos, aunque más no sea con un orgasmo breve - los bonobos lo conseguían en solo dos segundos- y en esa brevedad volcánica, remontarlo hasta el séptimo cielo. Y como dijo Oscar Wilde : “Nunca se peca bien sin saber cómo y por qué. Lo demás es pura inconsciencia”. Salté de mostrador en mostrador, ágil y peludita, hice pino puente, vuelta carnero, un, dos, un, dos, hasta lograr aferrarme a un maniquí y enganchada en él, teatralicé una ligerísima cópula como lo hacían estos chimpancés pigmeos pero sin resultado. El maniquí se desplomó conmigo arriba, y ambos caímos sin educación y con desparpajo sobre la alfombra.
Él, arrogante, bellísimo y delicado, no pareció inmutarse. Regando unas plantas que había sobre el mostrador, se distrajo mientras yo me alejaba a los tumbos, dejando un reguero de pelos, aquellos que mi amiga me había adherido, sumados a los que se caían de mi larga cabellera por los nervios acumulados y la rabia que me dan los hombres sin sangre.
En la tienda comenzaron a esperar mis interpretaciones. Ya era casi famosa. Me aparecí vestida de cangrejo con tenazas aterciopeladas, sin mirarlo a los ojos para no encandilarlo, desplazándome hacia atrás, para ver si así lograba que me siguiera y abandonara la tienda. Me aparecí vestida de león con inmensa melena de lana y gruñendo con unos comillos que mi amiga Piruchi había fabricado con plastilina, pero el calor y la humedad de mi boca lograron que los colmillos perdieran su forma y terminaran como un inmenso y asqueroso chicle en mi cavidad bucal y a riesgo de intoxicarme. No pude evitar el horrible vómito.
Disfrazada de mí misma y tras un proceso deductivo, desde su totalidad hasta su particularidad, indagué en su pasado, haciendo uso de mis aprendizajes. Alguien me dijo que había dejado una licenciatura para trabajar , en busca de un sustento para un proyecto ecológico.
Si Catalina , la Grande, se decantaba por un caballo, decidí disfrazarme de cebra. Loca y rayada, me presenté allí. Confiando en la psicología y en el “efecto cebra”, es decir en la capacidad de marear al contrario. Pensé que en estado de confusión y en pleno proceso hormonal, digital, genital o freudiano, claudicaría a mis intenciones y entendería la clase de amor que le tenía reservado. Pero no. No fue así.
La vastedad de la zoología dio a mi imaginación una fuente infinita de formas de cortejo. Este hombre parecía ser asexuado y desalmado. ¿Sería en verdad un hombre? Mi último disfraz fue el de un rinoceronte en celo, pero mi enorme cuerno tuvo la desgracia de clavarse en una mujer gorda y sudorosa que se cruzó en mi camino. No puedo afirmar dónde se introdujo aquel cuerno horizontal y fálico, pero me arrancó el cuerno y salió corriendo, abrazado a él con un morbo feliz.
Entonces, cansada y con más dudas que Hamlet, me acerqué a él tratando de vencer mi atropello verbal ,pero el silencio de los árboles pareció ser la respuesta lapidaria. La oratoria no era lo mejor que hacía. Su rostro parecía tener un ligero brillo verdusco y sus ojos me recordaron los cristales de un jardín de invierno. Algo veía en él que no entendía , aunque tarde, advertí que a través del reino animal no llegaría hasta su corazón.
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Dicen que la madrugada no tiene piedad de los insomnes. Muchos menos de los enamorados arrobados y hambrientos, no correspondidos.
El insomnio maduró una luz y la sombra de un pino siempre verde maduró y redimió mi noche larga. Y así asistí al despertar de la lucidez y la gran revelación me demoró la respiración y cosió la apertura de mis labios con estupefacción.
La respuesta debía ser la correcta. A fuerza de pensar, de no dormir, de imaginar, de tejer y destejer opciones, llegué a la gran revelación: la naturaleza de mi amor era vegetal. Él tenía más savia que sangre en las venas y yo, sangre animal, instintiva y casi carnívora. Él poseía un delicado sedentarismo, una silenciosa belleza y yo era un vértigo incansable, un trompo imparable de vitalidad.
La rara beldad de lo primitivo, tal vez de tanto observar a mis animales, coronaba mi perfil y mi presencia.
Aquella mañana admonitoria llegué hasta la tienda disfrazada de flor, una frágil margarita. Serena y radiante, con mis correspondientes pétalos, sépalos, pistilos y estambres. Me deslicé con gracia, como una geisha en cámara lenta, coronada mi apariencia con unas gotitas de rocío que mi amiga había remedado con ese pegamento transparente y que se endurecía rápido para dar la sensación de estar mojada por la brisa mañanera. Disfrazada, encarnada en la endeble margarita, me acerqué creando un halo misterioso a mi alrededor, como si mi respiración fuese sólo el eco de un bosque encantado, donde la lujuria de la vegetación impregnaba el olfato y la visión y solamente el viento creaba en las voces de esos seres verdes y porqué no, multicolores- lenguajes ni corporales ni gestuales ni audibles.
Con los ojos del color de los nogales, me miró y se sonrió. Su sonrisa fue espléndida. Yo le sonreí quedamente porque una margarita no se ríe a carcajadas ni guiña un ojo. Mucho menos, una frágil y delicada margarita, recurre a meter mano. ¿Quizás un pistilo? ¿La puntita de un pétalo? No, no era conveniente ya que al fin iba bien encaminada.
Inesperadamente él me tomó de la ramita que mi amiga Piruchi me había colgado por debajo de la axila, y me condujo con delicadeza a donde estaban los probadores. No sé si lo imaginé o fue cierto, pero su pelo se pareció al pasto que crecía en la plaza.
Con una ternura exagerada, lo vi tomar una enorme regadera y sonriendo como un niño cuando conoce a su maestra de primaria, o arrobado como adolescente en su debut sexual, comenzó a regarme, empapando el maravilloso vestuario que tanto trabajo le había dado a mi amiga Piruchi. Yo apenas si pude contener los estornudos pero mientras me chorreaba el agua por los cuatro costados, pensaba que bien valía el sacrificio aquella mojadura inesperada. Todo en pos de poder conectarme con él.
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La naturaleza se divide entre el reino vegetal, animal y mineral. Quien haya hecho esta división, se olvidó de unos cuantos estratos. Él es un pacifista radical del mundo vegetal, fundamentalista, sectario. Yo, etóloga y amante de los animales, abdico transitoriamente por conseguir el reino vegetal. No discuto con él porque tengo mejores planes para nuestra vida juntos. Yo asumo una naturaleza ecléctica y hago lo mejor que puedo por nuestra verde relación.
Mi amiga Piruchi le ha regalado a modo de asunción de nuestro noviazgo, una nueva enorme regadera porque dice que acelera su morbo. ¿Morbo? Creo que hasta un agotado caracol, uno de esos que se me pegan a veces mientras me riega, tiene más morbillo que él.
¡Es tan puro su amor!
¿Que cómo se reproducen las flores? Los pistilos y los estambres hacen su trabajo sexual reproductor, sin necesitar de otro ente, humano, vegetal o animal, para llegar al acto que tanto había soñado e imaginado. Yo tengo ovarios, y produzco mis óvulos, yo tengo estambres y después de un proceso, también produzco núcleos espermáticos. En definitiva, que soy un puto ser hermafrodita y yo me lo guiso y yo me lo como. Reconozco que aquello había escapado a mi conocimiento científico.
Ya decía un filósofo español que el enamoramiento es un “estado de miseria mental”.
Mientras él se deleita explicando con erudición, las maravillas del aparato reproductor de las flores, yo advierto que sigo alargando mi virginidad, esa que hace tanto tiempo quiero perder.
“Hazme casto, pero todavía no”, dijo San Agustín inteligentemente.
Pero aunque parece algo tarde, yo no suelo darme por vencida fácilmente. Cada vez que él me ve disfrazada de margarita en la puerta de su casa, sabe exactamente con qué fin estoy allí. Voy simplemente a que me derrame la infame regadera por mi disfraz de alta costura, y mientras yo estornudo sin precaución, él pone sus ojos en blanco como el caballo de Catalina la Grande y le dan escalofríos de placer. Y además, cree que me hace feliz. Con tal de no perder su atención, por ahora y hasta que me dure el amor, le dejo que me moje y me embadurne con un líquido pegajoso que es para que brillen más mis hojitas. Putas hojitas. No me importa que se estropeen los pétalos que mi amiga Piruchi me cosió al corpiño. Tampoco me molesta esta suerte de gigante condón verde en el cual me enfundo para remedar un tallo…,pero el fumigador que soporto para las moscas, exacerba mi alergia.
La naturaleza se exalta en su mundo vegetal, en una armoniosa perfección.
El mayor de mis problemas (el segundo en importancia es no tener contacto sexual directo y mucho menos un alivio hormonal) es que , en mis visitas vestida de flor, los perros del barrio me quieren regar , pero con orina, pues como todos en el reino animal, quieren marcar su territorio. Entonces, en pugna feroz con mi tallo-condón ceñidísimo, a los tumbos y con pasitos de geisha o de tortuga en apuros (mi disfraz no me permite correr como quisiera) trato de darme prisa sin tropezar. Y cuando pierdo el equilibro y empiezo a oscilar como un tímido péndulo, mi amiga Piruchi me coloca otra vez en posición vertical, me seca la frente y yo sigo dando saltitos hasta llegar a su puerta verde.
Al mirarlo, como soy una castrada voyeur, trato de espiar entre sus piernas y me pregunto si lo que tiene allí es una hojita, una flor pajera, un tallito como los que produce la vid, o un espantapájaros.
Ah…¿Las abejas? Más felices que nunca. El ingenioso trabajo de las abejas es tan perfecto como útil y el polen es la base de la macroeconomía de estos insectos cuyo cosmos es casi inigualable. Me persiguen enajenadas para rescatar el polvo mágico que nada tiene que ver con otros polvos mágicos que ,en mi vida, carezco. De reojo, y ya con lascivia y envidia, observo cómo los perros cabalgan la ruta de los cielos sobre la perra feliz, que le ofrece a modo de cáliz, lo mejor de sus ciclos.
Y yo no puedo, juro que no puedo dejar de fantasear con esos cortejos violentos, esos aullidos ahogados, esa violencia tierna y empapada, hasta la rendición y la comunión de los instintos básicos de mis queridos y sabios animales. Mi sabio mundo animal.
Cuando dejo su casa, chorreando agua y casi ahogada con las aspirinas que quiere que ingiera para mi mejor resplandor ( pero que acumulo debajo de mi lengua hasta poder expeler con ceremonioso escupitajo), y con una maceta que él me pone en los pies para que mi tallo no se estropee, sigo dando saltitos y saltitos, esquivando los perros, y escondiéndome en los canteros de los jardines de los vecinos, siempre con la ayuda infaltable de mi amiga Piruchi, que para espantarlos acude a la paleta de foca que todavía conserva.
Ah….otra contrariedad. Un Gran Danés me tiene entre ceja y ceja (y para empeorar las cosas, me confunde con su territorio o con un baño errante), ha venido a hacer la purificación de mi sacrificio casi completa.
Cada vez que me ve, me avasalla y levanta la pata exponiendo su bagaje reproductor e intenta hacer aguas en mi tallo. Piruchi me rescata cargándome en una enorme carretilla y así nos alejamos las dos a los tumbos.
Ah….mis excitantes animales. ¿Los habré traicionado?
No importa, me consuelo. Él me quiere así. Y después de todo, la utilidad, el pragmatismo es la base de la felicidad discreta.
¡Hay tantas parejas que dicen quererse y viven aburridos en un estado de amistad conyugal sin hacer el amor! ¡Hay tantas parejas que remedan a estas aburridas plantas! Como yo. Así como yo. ¿Para qué esforzarse?
El optimismo ha sido en el devenir de mis días el consuelo natural y necesario. Aun así, siento que me estoy perdiendo algo. No consigo olvidarme del gran danés y su pluralidad reproductora ni puedo evitar poner los ojos en blanco como una monja esperando el milagro.
Bueno, todo vale en el juego del amor, me digo en un ejercicio de perspectiva filosófica. Todo vale en la renuncia, al mejor modo del
amor cortés de algún ciclo arturiano, atrapado en un Medioevo tardío cuando la imposibilidad de la concreción no disminuía la hazaña.Y si no consigo más, buscaré en la bondad de mi optimismo alguna ventaja, o alguna prestación fortuita del mundo animal, una excusa mística para mi aburrida historia de amor y así no caer en el “manus strupare” o en el “ipse” “ipse” que traducido del latín significa tristemente: “uno mismo, uno mismo”. ¡Manus!
Y cuando Piruchi me observa y se conduele, yo le digo que defenderé mi historia hasta sus verdes consecuencias.
Bueno. ¿Y qué? Aunque más no sea para darle trabajo a las abejas.

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