Nadie como ella

“Yo, como las naciones venturosas,
y a ejemplo de la mujer honrada,
no tengo historia: nunca me ha sucedido nada”
A. Nervo
Hoy la he visto después de largo tiempo, sin querer, coincidiendo en lo arbitrario de la casualidad y al ver que sonreía, egoístamente, sentí desazón.
¿Acaso no debería estar triste?
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Cuando la conocí, traía en su sonrisa una melancolía rara, una secuela de espanto y optimismo que no alcanzaba a entender. Reía siempre con la boca y con la mirada lloraba sin lágrimas. Pero hablaba de felicidad. Siempre hablaba de felicidad.
Atrapado, un rehén de la armadura social, representé un papel ante los demás, uno de mis tantos, y fui ante ella otra persona, creo que la verdadera. Y le ofrecí lo peor de mí, un hombre desnudo y muerto de miedo que no le pude ocultar .Por eso la castigué.
Hoy asumo mi submundo complejo, en el cual el miedo al fracaso es y será siempre un inquilino molesto , mientras hago piruetas entre el sarcasmo y la formalidad, la ofensa y la indefensión, la absurda idea de tranquilidad o la aventura frenética de un anhelo: que por fin me pase algo diferente en el devenir de las horas.
Me acabo de dar cuenta que ella no va a volver. Creí que nada cambiaría, que volvería de tarde en tarde, que entraría por esa puerta harto conocida para ambos, con su sonrisa amplia, con la ternura contenida, con sus discursos surrealistas.
Su mundo inmenso no cabía en mi pequeño mundo de estantes brillantes. No lo pude aceptar. Entonces que con astucia y horror, la expulsé de mi vida porque ella podía con facilidad traspasar mis máscaras, las sociales y las íntimas, podía adivinar el curso de mis pulsaciones .Yo estaba demasiado expuesto. Quise ejercer el control, porque debía darme, sí, a mí mismo, la mejor lección: poder con aquello que sentía por ella.
Por consiguiente la condené, sólo para demostrarme que podía con lo feroz de mi deseo, con estas ganas incansables de poseerla, de apartarla de la mirada de los otros, queriendo siempre saber dónde estaba, queriendo vanagloriarme, gritar a cuatro vientos que ella me amaba a mí, pero algo en su callada libertad y mi cobardía, me lo impedía y me enfurecía.
No podía resguardarme ante ella y cuando mentía, no me decía nada, sólo sonreía, se daba cuenta. Decidí ponerle precio a semejante habilidad.
Y además, la incertidumbre. Era como si aun sosteniéndola, se escurriese de mis manos como el agua. Aunque amándome, la sentía escurrirse, marcharse, huir. Ella parecía no pertenecer a nadie.
¿Para qué esperar a que se marchara? El dolor sería menos si la exiliaba yo. ¿Quién era ella para mostrarme el dolor de la pérdida? Y eso hice.
Hoy, saboreando un largo hilo de nostalgia, la pérdida se me hace lenta y me duele en el cuerpo la pureza de su sexo urgente. Y la echo de menos.
En esta taimada tristeza que me estruja el corazón discreto, reconozco que ella me dio con su amor claro, un poco de eternidad, una salpicadura de colores, ese aprender, insistía ella, a disfrutar de una idea, ese reconocimiento del gozo para almacenar lo que luego sería irrepetible.
-Hay tantas clases de amor- decía , tantas maneras de conjugar la razón y la pasión, tanta abundancia de ofrendas. No lo quise admitir.
Cuando me saco el disfraz, soy y ahora lo sé, un ser oscuro que no acepta verdades ajenas. Con una teatral bipolaridad consciente, casi no queriendo discernir a las víctimas, la elegí a ella, justamente a ella, porque no le quería perdonar la intuición, la exposición, la belleza, la libertad, la pluralidad. Alguien debía pagar por mis insomnios, por mi encubierta dependencia, por mi agitación, por mi desorden, por mi indefensión ante ella.
Hoy estoy pesadamente gris. Y aunque todos me estén viendo reír, a carcajadas a veces, tan sobrado de equilibrio, me duele como una traición el recuerdo de ella.
Ahora comprendo que me ha condenado silenciosamente a la distancia. Bajo su aparente fragilidad, ha resistido a su corazón, ha resistido a su amor por mí, y ha sabido salvarse. No quiso presenciar su última aniquilación y como los animales heridos, se escabulló en la sombra para morir un rato, sin testigos, atónita y con dolor. Tan empecinada en la utopía de la felicidad estaba, tan proclive a la risa, tan fiel a sí misma. Dos o tres palabras hubieran bastado para hacerla reir, un breve dejo de ternura para hacerla bailar, una sonrisa para poblar de algodón su mente con castañuelas. Pero no lo hice porque a mí me enseñaron que el amor y las palabras tienen rótulos y todo está organizado por categoría, por
importancia, por precio y por capacidad de utilidad.
A mi alrededor nada ha cambiado. Todo sigue siempre igual, en orden. La gente me adula y yo me dejo adular. Soy un Pierrot de cartón que ríe y no completa su secreto deseo.
Porque bajo mi pulcra estructura de sobriedad, yo me desesperé, no dormí, no viví y siempre con esa sensación del agua escurriéndose entre mis manos. Nunca podría haberla retenido a mi lado. Nunca. Y la castigué por el futuro recuerdo.
Como sabía que era fuerte y su fortaleza me enconaba, me ensañé, me abrumó su resistencia y la castigué más.
Por un momento ella pareció morir, me pareció que se diluía entre mis brazos, en su llanto sin pudores. Por un momento creía que se quebraría repitiéndome que me quería, que sólo quería estar cerca de mí, sin hablar, sin sexo, sin ataduras, que la alegría de saber dónde encontrarme le bastaba, pidiéndome , sin suplicar, que ya no me mintiera más. Le dejé saber que no me hacía falta ni su amor ni su magia , en un ejercicio de poder tan descarado como descarada era mi obsesión por ella. Y sin embargo… ¡Era tan fácil quererla!
Pero en esta clara mañana, cuando el verano vuelve a todos más felices, cuando el sol es un heraldo de grillos, me acuerdo de los suyos, de su manera de hacerme reír y siento un dolor dulce y mordaz que me enciende los ojos. Llevo sus ojos tristes clavados en mi frente.
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Hoy la he visto después de largo tiempo, sin querer, coincidiendo en lo arbitrario de la casualidad y al ver que sonreía, egoístamente, sentí desazón.
¿Acaso no debería estar triste?
Esta melancolía espesa como un trago de miel ausente, esta espera grisácea, esta inquietud cuando el crepúsculo se presenta sin sus tacones, es solamente por ella.
No debería haberla visto. ¿Por qué reiría? ¿Acaso no debería estar triste?
Yo le corté las alas, pero pudo seguir volando porque era una experta en vuelos, y muy a mi pesar, era una experta en fugas; eso era lo único que yo sabía con certeza y lo que me espantaba. Como el agua traspasando mis dedos.
Cada vez que atardece, ella me falta. Y falta su perfume, su lucidez, su discurso breve hablando de una estúpida felicidad, sus ojos incrédulos, sus citas inconexas de algún filósofo que no conozco pero al que le dije conocer, para no quedar en ridículo.
Hoy admito mi error y me convierto en lo que seré de ahora en más, un respetado hombre, un buen hombre dirán, uno que no se expone porque se avergüenza de lo que oculta: un corazón sin alas, con un miedo terrible a ser inferior, una invención de sí mismo que se adhiere a pautas examinadas con rigor, a rutas planificadas con antelación porque el campo y el bosque son demasiado inmensos.
Y sin su amor, uno de tantos.
Hoy, cuando el verano vuelve a todos más felices, admito con mal asombro que intenté derrumbarla sólo porque su mundo no cabía en mi mundo. Y eso me daba rabia , como me daba rabia su ausencia y su presencia, su tiempo conmigo y su tiempo sin mí, esa descarada libertad.
Sé que la aparté de mi lado (ella lo supo siempre), sólo para darme una lección magistral: que podía con su hechizo y mi deseo. Y que podía seguir con mis días, mecánicamente ordenados, calmadamente somnolientos, donde nadie me confrontase nunca más, nunca más, con aquello de lo que presumo y , por ende, de lo que carezco.
Y le digo adiós en voz baja. Adiós. Y lloro brevemente en secreto por seguir estando aquí, siempre aquí, donde nadie puede perturbar las reglas ni la calma, en esta pobre vida de respetado y oscuro animal social.

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