Abuelo

Siempre estuve a punto de conocer su tierra, de la que tanto me hablaba. Acaso me alcanzaba con oír los cuentos sentada en sus rodillas, mirando su cara de duende y sus manos de lana. Siempre me hablaba de su tierra.
Al escucharlo, algo en el pecho me devolvía algo que había sido mío sin serlo. Yo sentía que había estado allí, en ese lugar de vestigio incaico y acequias transitando la sangre. Y juro que alcanzaba a recordar alguna migración de pasos largos, la voracidad de sus montañas.
Crecí con las ganas de conocer su tierra, esa de la que tanto me hablaba .Me bastaron sus pupilas blandas y su ternura de siglos para imaginar los relieves, los vientos cambiantes, y la herencia grande de alegría y vides enredadas en cumbres ancestrales. Y hablábamos de irnos juntos, para Marzo. Para Marzo, decía.
Cada vez que él se iba, yo me quería aprender la lección del adiós para no extrañar. Le mandaba besos acunados al compás de silbatos y el rumor de la estación y volvía a buscarlo por los parajes harto conocidos que mi mente anidaba. Y a todos les contaba que conocía las tierras de mi abuelo, la tierra de las uvas y el surco de los ríos como la palma de mi mano.
Siempre estuve a punto de conocer su tierra pero luego los años se le pusieron viejos y vino a vivir con nosotros. Su tierra era él mismo y me alcanzaban sus relatos y sus paisajes traducidos a palabras para estar allí. Acaso me alcazaba con mirarlo en su sillón, esperándome sonriendo. Amaba su sonrisa y amaba sus historias. Amé aquella infancia sentada en sus rodillas y aprendí a temer el paso del tiempo observando, perpleja, la lentitud de sus pasos y mi adultez urgente, algo que yo no había convocado.
Pasar tiempo juntos era volver a su tierra y escuchándolo me radiqué en su antigua casa de largos corredores. Cuando me hablaba del viento, de su patio con luna, del lago de sombras largas, yo me sentía parte de su paisaje andino y juré haber estado allí aún sin estarlo.
Siempre quise conocer su tierra pero de su mano pero me bastaba con tenerlo a mi lado.
Así concebí un desarraigo apenas consciente, un paisaje incompleto, un sensación continua de llegar y querer irme o de no pertenecer a ninguna parte. Y entre mudanzas repetidas, empecinada en la transitoriedad, me tomó por sorpresa el cansancio grande que sintió mi abuelo y lo obligó a dormir sonriendo su siesta como siempre. Y sonriendo se empecinó en su siesta más larga.
Tal vez por las imágenes con aristas en blanco, tal vez por esa aversión que desde entonces le tomé a la siesta o la espera indecisa de un Marzo que no se concretó, no encuentro identidad y me siento extranjera en cualquier parte. Una suerte de necesaria transitoriedad. Y siempre estoy de paso. Siempre de paso.
Por eso siempre trato de volver a donde nunca he estado, y llego y quiero irme y camino pateando la luna del oeste, arrancándome las raíces que intentan crecerme cuando me quedo dormida, cuando la vid de su tierra y sus lagos helados me dejan sin aire en la cornisa.
Tal vez por eso me vuelvo invisible cuando tratan de hablarme de vínculos. La mitad de mi pecho era la tierra de mi abuelo y me la conocía de memoria.
Hoy, todavía, cuando escucho hablar de su paisaje, siento el ritmo salpicado de su música, la dureza generosa de su vino, el viento cambiante. Y sigo siendo una extranjera. Esa conciencia de no lugar que de alguna manera sí me identifica , porque en realidad tengo , dentro de mí, las tierras que me pertenecen.
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No hace mucho tiempo alguien puso pasajes en mis manos y una abierta invitación a las tierras de mi abuelo. Me bastaba sólo con subir a un tren y dejarme llevar concluyendo el sueño. Sin él.
Pero no. ¿Para qué volver? Ya había vuelto tantas veces con mi abuelo, ya había estado tantas veces con él, si hasta sabía el color de las piedras y la profundidad del lago...
No, no quise volver donde nunca estuve o tal vez, había estado siempre. Mi abuelo me había regalado una mansa reconciliación y una geografía de esplendores .No hacía falta mi regreso. Mi abuelo me había convidado las montañas y un furor de acequias y sarmientos, desde hacía mucho tiempo ya.
Nunca más quería salir a buscarme.
Conozco la tierra de mi abuelo como la palma de mi mano, dije. ¿Para qué volver?
Acaso porque a esta altura, prefiero deambularme en su recuerdo y si el viento del oeste y la siesta me siguen molestando, el regreso sería, sin mi abuelo, un acto descortés y prescindible.

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